Bitácora de literatura: traducción de poesía, sátiras, poemas, fábulas, epístolas, epigramas, aforismos, crónicas, antologías...

jueves, 7 de febrero de 2013

Tributo de David Ruano a Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013).



Porque soy un hombre aguanto sin quejarme
que la vida me pese;
porque soy hombre, puedo.

Rubén Bonifaz Nuño, El manto y la corona, 1, vv. 18-20.








Sin caer en epítetos rimbombantes, el pasado 31 de enero falleció uno de los últimos humanistas mexicanos —el año anterior Ernesto de la Peña ya había partido de este mundo: Rubén Bonifaz Nuño.

Para contextualizar un poco a los lectores extranjeros de esta bitácora, aquel día hubo una lamentable explosión cerca de las oficinas principales de Petróleos Mexicanos (PEMEX), la empresa paraestatal más importante del país, la cual acaparó la atención de los medios masivos de información.

El gobierno decretó tres días de luto por los fallecidos.

De este modo, el homenaje que merecía el poeta no se realizó —en la administración anterior el Palacio de Bellas Artes, uno de los recintos emblemáticos de la cultura mexicana, se convirtió en velatorio de muchos “artistas” muertos, como lo señala el escritor Juan Domingo Argüelles en Pero no odas (Aforismos, epigramas, sátiras, elegías), XXXII: “De unos años para acá, el Palacio de Bellas Artes/ se ha convertido en una sala funeraria. Muertos van,/ muertos vienen. Los traen, los usan, los pasean,/ los beatifican, los veneran. Pensándolo bien,/ más valdría el desdén que esos rituales huecos del poder/ y esos usos políticos del arte y la cultura.”

Sin embargo, hace algunos días en las redes sociales, por iniciativa de Israel Ramírez, se comenzó a organizar un “homenaje de sus lectores” que se ha llevado a cabo exitosamente durante todo el día de hoy tanto en Facebook como en Twitter, donde se han publicado fotografías, videos, poemas y frases.

Por cierto, algunas de las instituciones culturales y educativas más importantes del país ya anunciaron que rendirán su respeto al autor en una ceremonia a realizarse próximamente...
  





A Bonifaz Nuño lo recuerdo como un “poeta amoroso” —el calificativo tiene que ver más conmigo que con él, ya que lo leí en aquella edición amarilla de Lecturas mexicanas: el número 100 de la Segunda serie que contenía los poemarios de El manto y la corona y La flama en el espejo— cuando cursaba la universidad.

Había leído recientemente a Pedro Salinas, mi autor preferido de la Generación del 27 e, inconscientemente creé un paralelismo entre ambos vates.

Mi formación grecolatina me llevó a conocer antes que los poemas, sus traducciones —no exentas de polémica; algunas publicadas en la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, coloquialmente llamada la “Vomitórum”.

De la colección Nuestros Clásicos de la Universidad Nacional Autónoma de México, que dirigían el propio Bonifaz y Augusto Monterroso —de quien hoy se cumplen diez años de su muerte— atesoro la segunda edición de la Antología de la Poesía Latina realizada por Amparo Gaos y Bonifaz Nuño originalmente en 1957: el primer número. También tengo el setenta y uno que corresponde a la Antología de la Lírica Griega que seleccionó, prologó, tradujo y anotó el poeta.

En mi librero figuran sus versiones de Píndaro, Catulo, Propercio, Julio César, Cicerón, Ovidio, Lucrecio, Virgilio... Gracias a él conocí, en buena medida, el mundo grecolatino.

De ahí que me comprometa a preparar con brevedad una selección de las “traducciones rítmicas” que realizó para recordar otra de sus facetas: la de latinista y helenista.







Rubén Bonifaz Nuño (1932-2013). Nació en Córdoba, Veracruz, y murió en la Ciudad de México. Poeta, traductor, humanista, profesor, dibujante, investigador, crítico de arte y funcionario cultural mexicano siempre vinculado a la Universidad Autónoma Nacional de México. Traductor de los clásicos grecolatinos, y estudioso de la tradición antigua mexicana.







La semana pasada, después de enterarme del fallecimiento de Rubén Bonifaz Nuño, se me ocurrió la idea de preparar una breve selección de sus poemas. 

Primeramente me plantee realizarla yo; sin embargo, recordé que había un joven que aparecía con el libro amarillo ya referido en la foto de perfil de su cuenta de Facebook, sobre el que además había leído en alguno de los comentarios que le profesaba admiración al maestro.

Contacté así a David, estudiante de Letras Hispánicas en la UNAM, y le propuse el proyecto. Aceptó gustosamente.

Mi intención era clara. No quería la opinión de uno de esos expertos que salen a hablar cada vez que un escritor se muere; quería conocer y ofrecer la visión de un lector fiel y devoto —si bien David posee las herramientas para hablar sobre cuestiones técnicas y estructurales.


En todo caso, si quisiera saber algo verdaderamente del poeta, me remitiría a su obra.

He aquí la visión de David Ruano González respecto de Bonifaz Nuño:






Pequeña antología de Rubén Bonifaz Nuño


Para Roselia Barragán


La muerte de Rubén Bonifaz Nuño ha atraído, como la muerte de todo escritor, pequeños acercamientos por parte de lectores advenedizos.

A pesar de todo, Bonifaz Nuño es uno de mis poetas favoritos, sino es que el favorito, y me ha acompañado en este tiempo de preparación académica llamado “la carrera”.

Gracias a la invitación del buen César Navarrete, es que pude armar esta pequeña antología donde, más que poemas esenciales, están mis poemas preferidos.

La tarea de hacer una antología más allá de las ya publicadas en papel, es un intento de acercamiento a la obra de este gran poeta. Mi punto de partida fue el material de lectura de la UNAM: no tomar ningún texto incluido ahí. Y no porque la selección de Carlos Montemayor sea mala; de hecho, es excelente y la recomiendo. Pero ahí están compilados los poemas más famosos y que están siendo repetidos una y otra vez sin darle al lector común otro platillo. Además, ¿para qué repetirla?

La obra de Rubén Bonifaz Nuño es amplia, por lo que me he reducido a los tres poemarios donde, a mi parecer, inicia realmente la producción bien establecida de este poeta. Hablo de Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961). Mi intención con ello es atraer la vista del lector y, a partir de ello, que se clave, tal cual, en sus demás poemarios.

Inicio con el poema 42 de Los demonios y los días (aunque sea el mismo con el que abre Montemayor, no lo pude dejar fuera) porque es lo que significa para mí la poesía de Bonifaz: tender la mano. La poesía de Bonifaz es ayudar a su hermano que se encuentra en las mismas condiciones de podredumbre, ya sea económica o moral, amorosa o espiritual, o la simple desgracia de todos los días. La poesía de Rubén Bonifaz Nuño es poder apoyarse en el hombro de alguien en los momentos de desventura. Porque somos hombres, sé que no soy el único que pasa momentos malos y por ello comparto estos textos, y por ello también escribía Bonifaz.

Por otra parte, el final de la antología ya son poemas amorosos cuya selección responde más al carácter vivencial que al literario mismo. Estos textos, y otros tantos que ya no pudieron entrar, son los que he compartido con alguien que amo y cuyo nombre se encuentra en la dedicatoria. Cada poema tiene su historia pero contarlas sería ya morbo.

Termino con el poema 5 de El manto y la corona, donde al final ya no es el poeta quien tiende la mano, sino la amada es quien la tiende al poeta. Don Rubén entendía, a la manera de Ovidio, el amor como fundamento del mundo, cuando el amor está con uno todo tiene su orden exacto. Por amor al hombre, es que nos tiende la mano al escribir. Y cuando ama y es correspondido, no hay razón para al sufrimiento. Ya lo dice Ramón Xirau: “Creo que si algo nos salva, según puedo leerlo en la espléndida poesía de Rubén Bonifaz Nuño, es el amor”. Y como bien lo dice en el poema 15: “Y la tristeza será una palabra, / no más, que se recuerde”.

Descansa en paz el maltratado cuerpo del maestro, pero jamás sus versos.






42

Desde la tristeza que se desploma,
desde mi dolor que me cansa,
desde mi oficina, desde mi cuarto revuelto,
desde mis cobijas de hombre solo,
desde este papel, tiendo la mano.

Ya no puedo ser solamente
el que dice adiós, el que vive
de separaciones tan desnudas
que ni siquiera la esperanza
dejan de un regreso; el que en un libro
desviste y aprende y enseña
la misma pobreza, hoja por hoja.

Estoy escribiendo para que todos
puedan conocer mi domicilio,
por si alguno quiere contestarme.

Escribo mi carta para decirles
que esto es lo que pasa: estamos enfermos
del tiempo, del aire mismo,
de la pesadumbre que respiramos,
de la soledad que se nos impone.

Yo sólo pretendo hablar con alguien,
decir y escuchar. No es gran cosa.

Con gentes distintas en apariencia
camino, trabajo todos los días;
y no me saludo con nadie: temo.

Entiendo que no se debe ser, que acaso
hay alguien, sin saberlo, me necesita.
Yo lo necesito también. Ahora
lo digo en voz alta, simplemente.

Escribí al principio: tiendo la mano.
Espero que alguno lo comprenda.

Los demonios y los días (1956).





6

Desde lo profundo me nacen
ahora las palabras diferentes.
Algo que no entiendo, que desconozco,
hunde sus tenaces raíces
en mi corazón, y las tuerce en busca
de una paz creíble, de un canto nuevo.

Si yo me negara a todas las cosas
que pasan, lo sé de cierto, podría
sentirme seguro. Pero yo mismo
de mí no dispongo: no soy libre
ni siquiera para morirme solo.
Al pensar en eso grita mi sangre
que no puede ser, que pasó la hora.

Motivos de sobra tengo
para descubrir que estoy desgraciado.
Tengo que pagar por otros, me obligo
a no decir nada que me complazca,
a callar lo que tengo mío
y a sangrar mostrando lo que comparto.

A veces un verso hermoso temblando
alumbra la hoja en la que escribo;
me gusta leerlo.
Pero el corazón se me revuelve,
me late al instante, dislocado,
queriendo olvidar que en ese momento
ha quedado ausente, no ha sufrido.

Y entonces admito que no es justo;
que tengo el poder pero no el derecho
de hacerme feliz yo solo entre tantos.

Los demonios y los días (1956)





14

En medio de todo, es admirable
la fuerza mecánica, obligatoria,
que tiene la vida. No hay manera
de escaparse. Viene, y a su antojo
distribuye brazos y deseos
y se forma ardiendo y sin descanso.

Enciende sus lumbres comenzadas
en la pesadumbre de la sangre,
y el pepenador de basura,
bajo su costal de papeles sucios,
piensa en su mujer; y los enfermos
de muerte yerguen, deshilachados,
y van a sus noches de amor espesas.

Qué opaca ceguera, qué nubes,
qué velos de instinto y de alegría
extiende la vida en torno a los hombres,
para conseguir lo inexplicable.

Los cuerpos siniestros de los mendigos,
los disfraces húmedos de las gentes,
los dulces, pequeños oficinistas
que aman con estómagos vacíos,
o confunden blandamente en sus besos
su vieja acidez de comida pobre,
y se reproducen sin esperarlo.

El pan que se gana con el trabajo
y para el trabajo se come;
y los sufrimientos, y las penas
para no morir del todo, y la costumbre.

En todo la hirviente batalla,
el combate haciéndose a borbotones
de placer y miedo y sudor y fuerza y miseria,
buscando un objeto que no se alcanza.

Los demonios y los días (1956)





16

Hay días tan áridos, que yo mismo
quisiera callarme, ponerme,
sin pensar en nadie, a dormir. Quisiera
quedarme dormido mucho tiempo.
O buscar alguna compañía
necia, emborracharme hasta que nada
me importe, alquilar por media hora
una desdichada que me abrace,
que no me conozca, que me aborrezca
porque yo no soy lo que ella quiere.

Me canso de estar hablando solo;
me fatiga ya, por conocido,
el trabajo absurdo de estar queriendo,
tomando y perdiendo las esperanzas;
como el buscador de conchas marinas
—juntador de pobres tesoros cóncavos—
que al mover la arena ya lo sabe:
siempre estará rota la más hermosa.

Dicen que las cosas en otro tiempo
eran diferentes: su belleza
nacía con ellas, maduraba tranquila;
al llegar la muerte, les dejaba
su existencia pura de hermosas ruinas.

En nosotros nace y caduca todo
sin cumplirse; todo está quebrado;
desde el nacimiento se nos pudre.

Y somos cercados por embriones
de cosas formadas de prisa
que se abandonaron en sus comienzos,
pero que allí quedan, abortadas,
cerrando la luz, enloqueciendo
con su pesadumbre pegajosa.

Como los enfermos en la fiebre
estamos metidos en este mundo;
deliramos, secos hasta la muerte,
en medio de bocas hostiles,
de hormigas con malos sentimientos.
Y del hormiguero somos también nosotros.

Los demonios y los días (1956)





27

Siempre ha sido mérito del poeta
comprender las cosas; sacar las cosas,
como por milagro, de la impura
corriente en que pasan confundidas,
y hacerlas insignes, irrebatibles
frente a la ceguera de los que miran.

Por ejemplo: todos  nos sentimos
mordidos por algo, desgastados
por innumerables bocas sin fondo;
algo sin sentido que nos deshace:
Preguntamos. Nadie responde.

Pero hay alguien: saca la cara negra
sobre la corriente de su río
de renglones cortos,
respira y nos dice: “¿Qué es nuestra vida
más que un breve día?”, y entonces,
tocados de golpe, comprendemos:
sabemos que somos heno, verduras
de las eras, agua para la muerte.

Y no sólo el tiempo: los poetas
nos han enseñado la amargura,
el placer, el gozo de estar libres,
y el viento y las noches y la esperanza.

¿Qué hago, qué digo, qué estoy haciendo?
Es preciso hablar, es necesario
decir lo que sé, desvergonzarme
y abrir mis papeles chamuscados
en medio de tantas fiestas y gritos.

Y prestar mis ojos, imponerlos
detrás de las máscaras alegres
para que permitan y compadezcan,
y miren y quieran, y descubran
que estamos desnudos, que no tenemos.

Los demonios y los días (1956)





32

Si alguien se olvidara de todo
lo que le enseñaron, y decidiera
despreciar las cosas por las que vive
y sentarse, mucho tiempo, en el quicio
de una puerta ajena, desconocida,
sólo para ver pasar a las gentes,
es casi seguro que encontraría
un terror anónimo en su sangre,
una soledad que no imaginaba.

En la madurez de la primavera
las dulces muchachas, despreocupadas,
sacan a la calle sus deseos
vestidos con ropas ligeras. Se ven los hombros
húmedos, el pliegue bajo los brazos;
al sol y la sombra se transparentan
piernas asombrosamente desnudas.

Eso pueden verlo todos los ojos.

Pero pocos son los que han visto
lo que se trasluce en el paso
normal de las gentes; lo que habita
más allá de faltas y pantalones,
y que esculpe en todos la ineficacia completa
de un mono demente, de un suicida,
de un ratón con piojos que se rasca.

Nadie está conforme con nadie; todos
se apagan en medio de su fracaso;
encuentran que nada tiene sentido;
soportan, mecánica, una vida
que en ninguna forma les corresponde.

Un adolescente ha caminado
con su novia pálida, en el silencio
de un jardín a solas bajo la tarde;
le habrá acariciado en secreto, con ganas
de llorar; le habrá dicho versos aprendidos
del Declamador sin Maestro; la habrá llevado,
después, a la puerta de su casa.

Y ahora se mete en el cuarto
de un hotel, y mira sus zapatos puestos,
la cama usadísima, la barriga
de la ramerilla que lo acompaña,
y siente que es pobre en su vergüenza,
en su miedo, a solas en todas partes.

Los demonios y los días (1956)





1

Nadie sale. Parece
que cuando llueve en México, lo único
posible es encerrarse
desajustadamente en guerra mínima,
a pensar los ochenta minutos de la hora
en que es hora de lágrimas.

En que es el tiempo de ponerse,
encenizado de colillas fúnebres,
a velar con cerillos
algún recuerdo ya cadáver;
tiempo de aclimatarse al ejercicio
de perder las mañanas
por no saber qué hacerse por las tardes.

Y tampoco es el caso de olvidarse
de que la vida está, de que los perros
como gente se anublan en las calles,
y cornudos cabestros
llevan a su merced tan buenos toros.

No es cosa de olvidarse
de la muela incendiada, o del diamante
engarzado al talón por el camino,
o del aburrimiento.

A la verdad, parece.

Pero sin olvidar, pero acordándose,
pero con lluvia y todo, tan humanas
son las cosas de afuera, tan de filo,
que quisiera que alguna me llamara
sólo por darme el regocijo
de contestar que estoy aquí,
o gritar el quién vive
nada más por ver si me responden.

Pienso: si tú me contestaras.
Si pudiera hablar en calma con mi viuda.
Si algo valiera lo que estoy pensando.

Llueve en México; llueve
como para salir a enchubascarse
y a descubrir, como un borracho auténtico,
el secreto más íntimo y humilde
de la fraternidad; poder decirte
hermano mío si te encuentro.
Porque tú eres mi hermano. Yo te quiero.

Acaso sea punto de lenguaje;
de ponerse de acuerdo sobre el tipo
de cambio de las voces,
y en la señal para soltar la marcha.

Y repetir ardiendo hasta el descanso
que no es para llorar, que no es decente.
Y porque, a la verdad, no es para tanto.

Fuego de pobres (1961)





15

No me ilusiono, admito, es de mi gusto,
que soy un hombre igual a todos.
Trabajo en algo, cobro
un sueldo insuficiente; me divierto
cuando puedo, o me aburro hasta morirme;
hablo, me callo a veces, pido
mi comida, y a ratos
quisiera ser feliz gloriosamente,
y hago el amor, o voy y vengo
sin nadie que me siga. Tengo un perro
y algunas cosas mías.

En general, no estoy conforme
ni me resigno. Quiero mi derecho,
de hombre común, a deshacerme
la frente contra el muro, a golpearme,
en plena lucidez, contra los ojos
cerrados de las puertas; o de plano
y porque sí, a treparme en una silla,
en cualquier calle, a lo mariachi,
y cantar las cosas que me placen.

También, monumental, hago mi juego
en serio con las gentes,
según las reglas, y reclamo
mis ganancias y pérdidas, y busco
la revancha, o perdono
por generoso o por flojera.

Manos de hombre tengo; manos
para tomar, de las cosas que existen,
lo que por hombre se me debe,
y, por lo que yo debo, hacer algunas
de las cosas que faltan.

Y reconozco que me importa
ser pobre, y que me humilla,
y que lo disimulo por orgullo.

Tú, compañero, cómplice que llevo
dentro de todos, junto a mí, lo sabes.
Hermano de trabajos que caminas
en hombres y mujeres, apretado
como la carne contra el hueso,
y vives, sudas y alborotas
en mí y conmigo y para mí y contigo.

Fuego de pobres (1961)





1

Cada día levanto,
entre mi corazón y el sufrimiento
que tú sabes hacer, una delgada
pared, un muro simple.
Con trabajo solícito,
con material de paz, con silenciosos
bienamados instantes, alzo un muro
que rompes cada día.

No estás para saberlo. Cuando a solas
camino, cuando nadie
puede mirarme, pienso en ti; y entonces
algo me das, sin tú saberlo, tuyo.
Y el amor me acongoja,
me lleva de tu mano a ser de nuevo
el discípulo fiel de la amargura,
cuando desesperadamente trato
de estar alegre.

Porque soy hombre aguanto sin quejarme
que la vida me pese;
porque soy hombre, puedo. He conseguido
que ni tú misma sepas
que estoy quebrado en dos, que disimulo;
que no soy yo quien habla con las gentes,
que mis dientes se ríen por su cuenta
mientras estoy, aquí detrás, llorando.

Yo sé que inútilmente
me defiendo de ti; que sin trabajo
me tomas por la fuerza, o me sobornas
con tu sola presencia. Estoy vencido.
Ni siquiera podrías evitarlo.
Hasta en mi contra, estoy de parte tuya:
soy tu aliado mejor cuando me hieres.

El manto y la corona (1958)





22

Tal vez porque te pierdo; porque cada
momento, al acabarse, me conduce,
inefable me acerca
a morir, a perderte, a que me olvides.

Tal vez porque al hablarte estoy hablando,
sin querer darme cuenta,
con alguien que no es, que ya no tiene
nada que ver conmigo.

Tal vez porque me dejas, me atosiga
el amor como nunca; y entra y sale
en mí, de mí, como si fuera
casa, yo, sin paredes; indefenso
lugar expuesto y entregado
al primero que pasa; predio oscuro
sin comprador, en venta.

Guiado por el amor, el sufrimiento
me visita. Curiosamente
hurga por todos los rincones;
nada respeta en mí, lo mira todo.

Y yo, con la garganta
apretada, sin aire; con la boca
sin palabras, reseca; con el peso
del corazón sudando frío,
pienso en ti.

Nunca creí que amar doliera tanto.

Estoy en la miseria, me revuelco
como el pez en la arena, en la imposible
proximidad del mar que creyó suyo.

Como el pez en la arena,
fuera de ti me encuentro: me sacaron,

Echado fui, corrido,
expulsado, cesado, descubierto.
Detrás de mí, en la puerta
que no se cierra todavía,
el relámpago siento de una espada,
incontrastable; pero injusta.

Y conmigo combato. Y no comprendo
si debo entre gemidos regresarme,
regresar a pedirte,
o si esconderme lejos,
en donde no me mire nadie,
a lamer mis heridas; esconderme
como un enfermo avergonzado,
con este amor que no perdona,
que yo no conocía,
que he buscado, y que tengo. Y que no puedo.

El manto y la corona (1958)





24

Es tan amargo, oscuro, pobre
lo que miro al dormir, que mentiría,
no sabes cuánto, si dijera que eres
la mujer de mis sueños.

Qué fragmentada imagen tuya,
qué parcial y sin forma la que puedo
soñar; la que me alcanza por la noches.
Tú serás para siempre
tú, la mujer de cuando estoy despierto.

No basta abrir los ojos. Es preciso
despertar más y más y más arriba
para poder sentirte. Porque mucho
se equivoca el que piensa que mi amada
es sólo la pequeña
mujer que va y que viene a todas partes,
y deja en todas partes
una menuda luz que no existía.
Mi amada, te lo digo, es otra cosa.

Bien despierto hay que estar para mirarte.
Para ver, al pasar, que estás vestida
con un manto real, en el que ocultas
tu incandescente soledad de lámpara,
y tu fuerza purísima, y el vuelo
de tus alas de pájaro encerrado.

Yo no quiero dormir para soñarte,
quiero aprender a despertar del todo.
A mirar lo que nadie, en ningún tiempo,
mirar en ti ha podido.
Lo que eres tú, lo solamente tuyo;
lo que vive detrás y por encima
de tu corteza clara.

Más allá de mis ojos, de mis cinco
sentidos, necesito estar despierto
para empezar a verte como eres.

El manto y la corona (1958)





18

He detenido la respiración
para sentir si tú respiras.

A la vez has quedado tan presente y lejana.
Eterna casi.
Fuera del tiempo, sola, sin moverte.

Y me llenó el terror incontenible
de que te hubieras ido;
de que te hubieras muerto en sueños,
y me hubieras dejado entre los brazos
sólo una imagen clara,
un simulacro tibio, una perfecta
máscara tuya con los ojos cerrados.

Pero aquí está de nuevo
como una flor brotando, como el alma
de una rama florida,
dulce, otra vez tu aliento dulce.

Y en medio de un placer que de tan tierno
me acongoja,
de un sobresalto que me empequeñece,
de una paz en tumulto que me ahoga,
vuelvo a ser, y te miro.
Vives. Estás dormida.

                     *

Un temor sin objeto,
una sorpresa temerosa
te toma de repente, te sacude
desde los pies hasta la nuca.

¿Oyes, acaso, en sueños,
que te busca una voz desamparada;
sientes, durmiendo, que no es justo
que tú descanses, mientras alguien
trabaja, mientras alguien se consume
de enfermedad, mientras alguno,
que tú pudiste amar, está muriendo?

Afuera todo sigue pareciendo
desesperadamente sin sentido;
lo comprende, convulso,
tu corazón amenazado.

Y quisieras correr compadecida,
temblorosa, quemándote
de caridad y de esperanza
y de fe, y recibir el sufrimiento
de todos en tus brazos débiles,
y con tu manto lleno de agujeros
cobijarnos a todos.

Y tu mano se mueve,
y un sonido agitado, una palabra
a medias, el principio de un gemido
cruza tus dientes. ¿Has llamado?

                   *

Nuevamente el silencio
—nube exacta cubriéndote,
no traspasable atmósfera invisible—
te ciñe y te separa.

¿Caminas qué caminos,
qué atardecida fuente bebes,
qué interiores, pacíficos espejos
abre tu propia luz, en que te miras;
en qué oro relumbras engarzada?

Sobre tu sueño flotas
como en lago de aceite; nada existe
fuera de la quietud que te conduce.

Y como un puente milagroso,
tan tenue como el júbilo más tenue,
tan pensativo como un niño,
un movimiento acompasado
pliega las comisuras de tu boca.

                   *

Todo está bien ahora. Firme
como de piedra sobre piedra, el mundo.

Responsable en tu paz, te sientes
ligada y libre, solidaria.
Comprendes la desdicha,
amas la dicha humilde de las gentes.

Estás de juegos inocentes,
de amable amor, de alegres voces
humanas, de ternura simple
invadida y cercada.

Y no sabes si el aire es una playa,
si eres feliz porque cumpliste
los quehaceres del alma diarios:
porque recién lavada brilla
—cada parte en su sitio—
tu facultad de regalar el gozo;
o porque eres hermosa;
o si la primavera...

Algo, que alumbra todo, se refleja,
grave de consecuencias dulces,
en tu semisonrisa.

Todo está en orden; cada cosa
arreglada a su fin. Tan necesario
es tu mínimo gesto, como el acto
de entreabrir una puerta.

                   *

Porque yo estuve solo
quiero pensar que tú estuviste sola.
Que no te fuiste, que dormías.
Que me dejaste sin dejarme,
y me necesitabas
para poder estar contenta.

De cualquier modo, he recobrado
mi lugar en el mundo: regresaste,
te volviste accesible.

Me devuelves el tiempo,
el dolor, los caminos, la alegría,
la voz, el cuerpo, el alma,
y la vida y la muerte, y lo que vive
más allá de la muerte.

Me lo devuelves todo
encarcelado en la apariencia
de una mujer, tú misma, a la que amo.

Volviste poco a poco, despertaste,
y no te sorprendiste
de encontrarme contigo.

Y casi pude ver el último
peldaño del secreto que subías
al dormir, pues abriste
—muy despacio, muy plácidos— tus ojos
adentro de mis ojos que velaban.

El manto y la corona (1958)





34

Como no estamos solos en el mundo,
y miramos afuera, y nuestra isla
de amor está comunicada
por puentes incontables
con las necesidades, las tristezas,
el dolor de las gentes;
como te sientes reclamada
por una obligación más fuerte
que tu misma ventura,
ya no te basta que te diga,
o te cante o te llore que te quiero
para creerme que te quiero.

Me has pedido que piense
en combatir; que tome, por mi orgullo
y por tu amor, mi sitio,
mi lugar de soldado en la amargura
de los ejércitos humanos.

Porque te quiero y porque soy, te escucho;
y porque quiero ser porque te quiero.

Estoy aquí, diciéndote
que no he olvidado lo que debo;
y estoy contento, porque corro
mis riesgos junto a ti. Porque a mi izquierda
y a mi derecha estás luchando,
y porque sé que cuando vuelva
a descansar mis brazos, a cerrarme
las recientes heridas,
ya no será para estar solo.

El manto y la corona (1958)





15

Por este lado estoy tranquilo:
cuando por torpe o triste o por cansado,
nada pueda decirte,
ten enseñaré un poeta muerto
que desde mí te cante
claramente, fielmente, alegremente,
lo que soy, lo que tengo, lo que es tuyo.

En otro tiempo dije muchas cosas
del amor: eran falsas
unas, otras tan ciertas
como si ya te hubiera conocido.

Bien lo sé: tú no quieres esas cosas;
no tomas para ti lo que fue escrito
antes de que vinieras.

Pero piensa que todo
lo que no he dicho es solamente tuyo;
que he despertado
de un sueño largo, oscuro, y que me encuentro
contigo en todas partes, que me nacen
silencios y palabras ordenados
que iré copiando cuidadosamente
para decirte que te quiero.

Y tú sabrás a ciegas que son tuyos
—palabras y silencios— porque en ellos
te mirarás ahora; en lo que digan
ya no habrá soledad ni desamparo,
y será la tristeza una palabra,
no más, que se recuerde.

El manto y la corona (1958)





5

Como ya nada puedo
imaginar por mí —claro, entre luces
estoy viviendo, y el amor me agobia,
me emborracha, me enferma—,
quiero decir tan solamente
lo que me has enseñado, los secretos
que en mí vas alumbrando,
las pequeñas verdades que levantas
sobre mi viejo tiempo de ceniza.

Por ejemplo, de golpe me enseñaste
que hay muchas cosas mías en el mundo;
que soy rico. Que tengo en todas partes
lugares que, por ti, me pertenecen;
lugares, fechas, luces, que he tomado
sencillamente, porque en ellos
he pasado contigo,
y en ellos te has quedado para siempre.

Nunca pensé que hubiera tanta parte
de mi ternura en cosas, en momentos
que están y pasan cerca, a todas horas.

Hoy, por ti, me conmueven
las canciones de amor de un limosnero
que canta en el camión al que he subido,
y son tesoros míos, incomparables
un cabello robado, un recordado
perfume, unas palabras, un pañuelo
con pintura de labios.

Me has enseñado que soy joven;
que puedo, sin temor, verte a los ojos
o besarte delante de las gentes.

Me tengo que reír con toda el alma
cuando recuerdo mi tristeza.
Hoy lo sé: soy alegre.
Me contentan el ruido y el silencio,
las noches me contentan y los días,
la voz, el cuerpo, el alma, me contentan.

Cuando me he despedido
de ti, después de un día de tenerte,
y un camino de gusto por las calles,
ay, cómo compadezco
a los que tú no amas, que no saben.
Y me dan ganas de abrazarlos
a todos, de gritarles que la vida
es buena; que tú vives, que debemos
obligatoriamente ser felices.
O de echarme en el suelo, boca arriba
con los ojos cerrados,
y cuando alguno llegue a preguntarme
si algo me pasa, contestar: “Es sólo
que soy feliz porque la quiero.”

Y tú, que tanto tiempo me ocultaste
lo que era yo, al sentirme
pensarás que soy bueno o que estoy loco,
y desde cerca o desde lejos
me mirarás compadecida,
y sonreirás tendiéndome la mano.

El manto y la corona (1958)

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